sábado, 10 de octubre de 2009

Esos pobres ricos



He tratado de remitirme siempre a investigaciones sobre temas psicoanalíticos, hace tiempo Freud escribió que los poetas estaban muy cerquita de los psicoanalistas, me mandaron este ensayo de Ana Istarú y creo que es sumamente bello y realista:

Cuando era una niña de corta edad, acumulé en mi inevitable chancho de barro la pequeña fortuna de siete colones. Quebré mi alcancía, conté las monedas y se las regalé a mamá. Esta, perpleja, me preguntó por qué lo hacía. "Porque como no tengo permiso de ir a la pulpería, ¿de qué me sirven?" Había comprendido tempranamente el valor metafísico del dinero. Un colón que no se transformaba en veinte caramelos de leche no era más que un inútil pedazo de metal.
Quizás he pagado caro este precoz desdén, pues desde entonces poderoso caballero don Dinero no se ha desvivido mucho por ofrecerme compañía. Quizás como represalia por mi escogimiento de carrera: la pluma, y para empeorar las cosas, las tablas, en vez de la toga y el birrete que me lanzara desde su tumba el abuelo Joaquín. Actriz y poetisa, para bochorno de mi cédula de identidad: la cuasi-indigencia bañada de metáforas.
Sin embargo, sigo pensando como aquella niña. Y cuando mi hermano suspira consternado y me pregunta desde su alma de hormiga a mi espíritu de cigarra, por qué en vez de pasar Semana Santa en un coqueto hotel de playa no sustituyo mi acalambrada y agonizante refrigeradora por una nueva, le respondo: "Porque mis hijas, de grandes, nunca van a decir: -¡Ay!, ¿te acordás qué refri más bonita la que había en casa?" En cambio, el olor del mar las protegerá per sécula de toda desventura. Bueno, no soy tan imprudente como para despotricar contra el dinero en un periódico destinado a tan curioso tema. Ni voy a fingir que no lo aprecio ni lo necesito. Simplemente me pregunto, como tantos otros proletarios comunes y silvestres, qué pudo mover a tan poderosos y distinguidos políticos de nobles cunas y de otras más desamparadeñas, a su gloria manchar. La de ellos y la de su patria.

Convendremos en que los más destacados, dinero ya tenían. Posición. Su campito en el examen de historia. Prestigio, del hecho en casa y del de afuera. ¿Cómo, entonces, convertirse en carne de codicia, en adictos a lujurientas cuentas bancarias, abiertas como ventosas, profundas e inagotables como el vértigo? ¿Para qué, digo yo? Si aunque se revuelquen en un pozo de billetes no lograrán ser más jóvenes, ni más bellos, ni más útiles, ni más sabios, ni más bondadosos, ni mejores padres, ni mejores hijos, ni mejores amantes.
Por más habitaciones que tenga una casa, o campos de golf en el vecindario, o mármoles cursis de nuevo rico, nunca será nada más que una casa. Una casa sirve, por ejemplo, para llenarla de hijos, o de amigos, o para traspasar el umbral con el hombre amado en brazos. No, perdón, la tradición es a la inversa. (Sigo teniendo problemas con los estereotipos). Una casa no es más que una casa. Y un carro o una cuadrilla de carros, un atajo de chunches. Chunches, del "latín" indígena: coso, aparejo, carajada.
No tienen más que un cuerpo. ¿Cuánto Armani, Dior, Cardin, Saint-Laurent aguanta un cuerpo? ¿Cuánto champán soporta un gaznate? ¿Qué creían, que a punta de cheques escaparían al ominoso destino de ser tercermundistas? ¿Que serían nórdicos, europeos y tratados como tales en tan flamante contexto? ¿Que el resto de los ticos éramos esa parentela pobre que se esconde, ese primo con retardo que hay que disimular en la cocina? ¿Ese número de incómodos compatriotas cuya existencia (léase la de ancianos, léase la de niños), poco importa, aunque el equipo médico que pueda salvarlos no llegue y el finlandésmente inútil les cueste la vida?
Queridos lectores: no nos quieren. Si nos quisieran, no habrían hecho lo que hicieron. Ni a sus hijos, que no podrán volver a poner un pie en una cafetería sin que les hierva en la frente un estigma de sal. Y no lo digo sin dolor, pues alguno hay que despertó mi aprecio y hoy trata de rescatar su nombre, como quien saca una llave de una alcantarilla.
Dichoso aquel que tiene un hijo que llevarse a los labios, un viejo que escuchen sus oídos, un talle que abrazar, el sudor de su frente y el amor de sus vecinos, pan sobre la mesa y paz en el corazón.

Hay gente tan pobre, que lo único que tiene es dinero.